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J’ai perdu mon corps (Perdí mi cuerpo), de Jérémy Clapin

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Poética e inesperada y con una música que recubre un mundo de frustración y soledad, J’ai perdu mon corps (Jérémy Clapin, 2019) es una adaptación animada del libro Happy Hand, de Guillaume Laurent. Relata la historia de una mano amputada que escapa de un laboratorio para tratar de reencontrarse con su cuerpo perdido al cual pertenece.

Dentro del cine de animación de carácter francés podemos encontrar tres principales corrientes: la primera, la de los cuentos para niños, por ejemplo “Ernest et Célestine” (Renner, Patar, Aubier, 2012); la segunda, la de las apuestas geopolíticas, como “Persepolis” (Satrapi, Paronnaud, 2008); y, la tercera, la corriente poética-lírica, como “La Tortue Rouge” (Michaël Dudok de Wit, 2016).

Jérémy Clapin es un mago que toma lo mejor de cada corriente y las sintetiza para esculpir este largometraje: nos encontramos con la temática del cuento, típica de la primera corriente, con la historia de un cuerpo que ha perdido a su mano. Luego, está bien, sería una mentira decir que tiene tintes geopolíticos; pero de alguna forma la película abarca el punto de vista de lo que significa la vida en París, la precariedad y la soledad. 

Y por último, es un film extremadamente poético donde las expresiones líricas son respaldadas por una delicadeza admirable de la banda sonora, compuesta por Dan Levy del dúo The Dø.

Levy se encarga de dar vida al curso de los personajes con una angustia sorda pero disfrazada de una tierna melancolía.

Además de este maravilloso packaging que envuelve a la película, Clapin nos pone en la carne de una mano que queda inesperadamente cortada de su cuerpo y la dota de vida y de voluntad propia. Una mano que de repente, piensa por sí misma, oye, siente y que se despierta en una heladera, dándonos pie al comienzo del film. 

Tengo mucha admiración sobre ese cine donde el espectador tiene lugar para sentarse dentro de la escena. Para sentarse y observar, y sentir, y estar. Como si les dijera que podemos atravesar la pantalla y sentarnos en esa arena, en ese living, en ese paraje de álamos, a entrar y respirar y compartir lo que sea que esté sucediendo.

Bueno así me sucedió con Naoufel, el protagonista, cuando recordaba sus memorias de infancia. Ahí podía ingresar, y recordar con él sus añorados recuerdos.

En J’ai perdu mon corps todo es tierno y abrupto, como la vida. La película logra despertar nuestras sensaciones más profundas, y detenerse en el desarrollo de la cotidianeidad, como puede ser el sentimiento más simple, como es el contacto de dos pieles, o el sonido del viento entre las hojas. 

Una de las cosas que más disfruté de la película es que si bien sabía que transcurría en París, no hay ninguna huella aparente de ello. No hay Tour Eiffel, y con eso ya basta para el resto. Este «París desconocido» me fascina. Esta periferia nos invita a recorrer lo oculto, lo que el sol parisino no llega normalmente a tocar. En cambio, la simbología de lo esplendoroso nos es presentado en una grúa. Magnífica representación dentro de un terreno místico vivenciado y transcurrido por esa mano.

Aquí encontramos un lenguaje único y singular para recurrir a la soledad, a la fragilidad y a la inconsistencia del momento presente. Todos esos elementos aquí son manifestados exitosamente a través de la animación para así reflejar lo inefable de la vida cotidiana.

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