
Cuando empecé a ver la tercera temporada de The Leftovers me hice una pregunta, obviamente sin saber qué me quedaba por ver. Me pregunté en qué se cree cuando se pierde la fe. Y la serie de David Lindelof y Tom Perrotta en su último capítulo me lo ha contestado, como hacen las ficciones que nos importan, que nos mueven: personalmente, a la cara. En el amor.
The Leftovers es una serie que realizó un camino inverso al que por lo general realizan las ficciones. Empezó de abajo, con poca audiencia – aunque nunca se caracterizó por ser una propuesta masiva -, sin el apoyo de la crítica pero sin ser tampoco una serie de culto. Estábamos ante un producto que no sabíamos cómo clasificarlo, donde encorsetarlo, que etiqueta ponerle. Teníamos por un lado a su creador, un niño prodigio que pasó de héroe a demonio con su producto anterior – Lost – y que ganó tantos enemigos con su final como seguidores durante las siete temporadas. Y esos seguidores, como hordas de fanáticos religiosos, lo siguieron hasta The Leftovers para condenarlo, para seguir crucificandolo. Por otro lado contaba con el aval de HBO, cadena que apuesta por una mezcla de buena ficción – Six Feet Under, Los Soprano – en combinación con productos para el consumo masivo, Game of Thrones como máximo exponente. Y finalmente venía a reemplazar, o a ser la antesala de esta última propuesta. La convinaciòn no pudo ser más explosiva. The Leftovers estaba destinada a morir sin casi poder respirar. Pero el tiempo, y HBO, hicieron su parte para que la serie fuera creciendo: en una primera temporada en la que a partir del capítulo 5, Gladys, empezó a mostrar cuales eran las cartas con las que pensaba ganar el partido, y principalmente a partir del capítulo 6, el dedicado a Nora Durst, el personaje que creció con la serie hasta convertirse en su corazón. La segunda temporada nos cambiaba de escenario y hacía todo más extremo, a veces hasta límites inimaginados o solo explorados por esa otra gema de la televisión que es Twin Peaks y con la que, oh avatares de los tiempos, compartió “aire”. La crítica terminó por rendirse ante lo inevitable y a esperar la tercera, y última temporada, con esa mezcla de expectación y miedo que producen las despedidas de los grandes amores.
The Leftovers en su tercera temporada no decepcionó, sino que creció hasta estar en boca de todos. Volvió a jugar con sus propias reglas (esta vez el escenario se mudò a Australia, aparecieron personajes que habían muerto y/o desaparecido para una especie de despedida, jugó con sueños y realidades paralelas, y mesías y apocalipsis) y logró crecer ahí en el final. La tercera temporada fue el tercer acto de una obra que no pasará al olvido. Si bien tuvo episodios más irregulares que otros – It’s a Matt, Matt, Matt, Matt World – pero nunca bajó de un nivel de excelencia que no suele suceder en productos seriales. Y principalmente se hizo más claustrofóbica, mientras sus personajes esperaban como podían el apocalipsis que estaba destinado a suceder a los siete años de la desaparición del 2% de la población mundial. Algunos creyéndose mesías – Kevin – otros creandolos – Matt – unos intentando el suicidio – Laurie – o convirtiéndose en asesinos – Grace – todos buscaban desesperadamente buscar soluciones a un problema más grande que la vida, el fin de su propia humanidad. En el medio Nora era el único personaje que seguía viviendo en el pasado, que no podía soportar la partida de su familia, que no podía reconstruir la felicidad de las cenizas del estropicio. Nora decidia no creer, desconfiaba de las soluciones mágicas y también de aquellas construidas a base del esfuerzo de crear nuevos lazos. Nora no podía aceptar seguir viviendo. Y es el personaje de Nora, interpretado por la excepcional Carrie Coon, quien se convirtió en el punto de vista de un espectador que, sorprendido, esperaba ver algo nuevo en cada capítulo.
Mientras tanto el mundo temía no ya el apocalipsis anunciado sino el final. Un final que no estuviera a la altura de una serie que lo único que hizo fue crecer hasta límites inesperados. Un final con un preámbulo hermoso en el que habíamos vuelto a morir con Kevin para viajar a ese limbo en el que era el presidente de los Estados Unidos y contó con un gran cameo de dos de los mejores personajes que nos regaló la serie (Meg y Patti), que habíamos viajado en un ferry junto a un león y en una orgia masiva con Matt, que habíamos llorado un posible suicidio de Laurie, y en el que nos habíamos intentado subir a un nueva arca de Noé junto a Kevin padre. Un preámbulo que nos deparaba el misterio de un final en el que era imposible cerrar todas las historias y del que que podíamos temer lo peor, pero que no prometía respuestas.
Y eso fue lo que hizo, The Leftovers volvió a patear su propio tablero y contestó preguntas. Muchas preguntas, pero sin perder su esencia, sin traicionarse. No develó (o sí) qué fue del 2% de la humanidad que desapareció en el piloto. No contestó cómo será ese apocalipsis que el mundo teme pero no deja de esperar. No dio soluciones milagrosas, la fe estaba perdida y no se encuentra ni en pastores que temen a la muerte ni en monjas que reciben a motoqueros apasionados por la noche, la fe no está en la religión, la fe no sabemos dónde está. Pero lo que sí sabemos, y se encargan de que así sea es en qué creer cuando perdemos esa fe. La pregunta que me hacía al empezar la serie fue respondida en los últimos minutos. Cuando perdemos la fe no basta sino creer en el amor. En Nora.
¿Creemos en Nora? Es un debate que ya estalló en páginas especializadas y en las redes sociales. ¿Creemos en ese personaje que da respuestas? Elegimos creer o desconfiamos. Si a fin de cuentas todo lo que esperábamos era eso. Eran respuestas, y Nora nos dice que hay del otro lado, donde fueron los desaparecidos, que fue de su suerte en esos años en los que las canas aparecieron y las arrugas la hicieron más bella (sí, es posible que Nora fuera aún más bella). The Leftovers nos regala un final que nos invita a creer. Creer en su corazón, en el corazón de la serie que es Nora. Creer que el amor es lo único que nos puede salvar, no la fe.